Dionís Bennàssar, amigo

Por Miquel Pons

Mi pensamiento a menudo está en Pollença y desconcertado ando y ando por las calles estrechas y pobladas de sombras hasta entrar en tantas casas abiertas donde habita la poesia y el laurel, donde habita el arte como una ventana abierta hacia el lugar, donde habita la amistad y «la amic cor donat i talua parada i de l’amic», el otro amigo, que se llamaba Dionís, nombre de trovador y de rey, y ya lo sabeis, de pintor-habita el recuerdo, desde aquella mañana -agosto 66-, cuando su baile del olivo alegró y alegra con sus giros algo lujuriosos la otra casa, la vuestra y la mía.

Y fue sencillo. Me había emborrachado antes de beber por el simple, pero trascendente, acto de mirar un pino moteado de luz, una barca y una mujer de pechos verdes… y justo en un ángulo de nombre, Dionís, y el apellido Bennàssar, firmado, dando fe mientras entregaba todo aquello que se llevaba dentro y cerca del alma.

Había caminado, calado de emoción, de mar en mar, de pueblo en pueblo, por la carretera con molinos de viento y rectángulos de tierra «grassa», yo que venía de tierra de secano, seca como una suela de horno, para encontrar la casa donde vivía el arte, y el arte lo encontramos en la calle de la Roca, número 14 y estaba en las paredes, en las sillas… y en los ojos.

Y el arte era el pino, los pinos, hermanos de aquél de Formentor, con las ramas y las hojas encendidas, como un encenderse el fuego en un verano sediento.

Y el arte era el mar, el mar plateado con heridas de mil colores y el rechinar de barcas, y el rechinar era tan hondo, que dejaban ver el hechizo abismal, el huertecito de flores saladas, las pequeñas cuevas donde se aman los peces, los laberintos y los antros por donde pasean su elegancia de ballet «l’anfós i els dentols i els cap-roigs i les donzelles»… las rocas encantadoras y las algas.

Y el mar, qué mar, «mar-fira» submarina de colores brillantes: blanco, rojo, dorado, morado, amarillo, verde, naranja, azul, rosa y los colores brillantes de todas las piedras del lapidario, de la fruta de «tot temps»… y el otro color concupiscente de la carne de mujer teñía de resbaladiza fosforescencia.

Y el arte estaba en la huerta, en el valle, en la fachada y en todo lo que tocaba el taumatúrgico, con clarísima voz de montaña. Y es del todo cierto que los ojos no eran capaces de acaparar cuanto miraba, cuando en un cogujón distinguí todo el sol y la claridad, la seda y el oro, y la danza de les Aguiles y el juglar Joan Pelós, que iluminan la pollensina tarde del Corpus.

Había mirado tanto que los colores del mar y de los árboles y los peces más la amplia temática no cabían dentro de la mirada y rebalaban por la piel y el alma hasta dejarlas empapadas. y este empapamiento, como si fuese de agua con sal, me conservaba viva y total la memoria de ver sin mirar la pasión de aquel hombre, Dionís Bennàssar, manifestada con el abrazo de cada tela, que con ansia lo esperaba. Debéis haber sufrido mucho Dionís, para derramar tanto júbilo.

Miquel Pons